Capítulo 1. Mi nacimiento

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Cuando mi espíritu fue requerido por la jerarquía que está al servicio de Nuestro Creador para encarnar de nuevo en la Tierra, me encontraba disfrutando de un merecido descanso liberada de Karma, por la evolución que ya poseía.

A este lugar se va cuando se ha conseguido durante las diferentes vidas que vivimos, la evolución necesaria y positiva siempre al servicio de Nuestro Creador. Allí solo existe felicidad, armonía… Es como si se viviera en una continua melodía que te sumerge en un estado de paz, donde el tiempo no existe. Todos los espíritus que nos encontramos en él vibramos en una sola frecuencia. Además, la generosidad se sigue teniendo muy presente, y es por lo que, cuando eres requerido, no dejas este lugar con desgana, ni te lamentas, tampoco preguntas, solo obedeces con alegría pues ya sabes que es porque te necesitan aquí en la Tierra.

Mi misión, me dijeron, sería dura, pero muy importante a la vez. Consistiría, entre otras cosas, en ayudar para que las personas con las que me iría encontrando pudieran vivir su karma aceptándolo, con sus creaciones negativas dejadas en el tiempo sin transmutar y solo después las seguiría ayudando para que ellos mismos, con su trabajo personal, se pudieran ir liberando. No me dieron más explicaciones, lo que sí me dijeron es que siempre estarían conmigo. De lo que sería mi misión y la protección que iba a tener fue algo que fui descubriendo poco a poco, pues primero tuve que aprender a vivir en esta escuela que es la Tierra empezando de cero, con los padres y en el lugar de nacimiento adecuados. Esto es así para que la influencia de los padres no nos desvíe de cumplir la misión encomendada.

Nací en un pueblecito de la alpujarra granadina llamado Pitres un 17 de agosto de 1943, festividad de San Roque, patrón del pueblo. En un hogar humilde, engendrada por unos padres de mente abierta y generosa para aquel tiempo, siendo la menor de ocho hijos de los cuales éramos siete niñas y un niño. Mi padre se llamaba Juan, y mi madre Soledad.

Mi maravillosa madre disfrutaba hablándonos de su infancia, de sus familiares… Por sus relatos pude saber de mis antepasados, cómo eran sin haberlos conocido, a lo que se dedicaban, y, sobre todo, le encantaba contarnos cómo fue nuestro nacimiento, del tiempo que a cada uno pudo amamantarnos que, según decía ella, duraba hasta que nuevamente quedaba preñada. Solía decir con orgullo que tenía tanta leche que acostaba al bebé de turno con ellos y las veces que se despertara, él solo se cogía a su pecho y así se quedaba dormido.

A mí me gustaba mucho oír todo lo que nos contaba. De mi nacimiento, me decía:

—¡Que buena has sido tu hija, has sido buena hasta para nacer y fue en un día muy especial!

Yo le preguntaba, ya de mayor, porque de pequeña solo la escuchaba con mucha atención:

—¿Pero por qué mama?

—Pues mira, yo ya estaba cumplida, me sentía muy pesada por el vientre tan enorme que tenía. Como era festividad de San Roque, ese día se celebraba una misa y tomé la decisión de asistir. Y le pregunté a Emilia (Emilia era su vecina y la que hacía de comadrona en el pueblo):

—Emilia, ¿Te vienes conmigo a misa?

—¡Pero Soledad! —me contestó—, ¡Si estás para ponerte de parto de un momento a otro!, ¿Cómo nos vamos a ir a misa?

—¡Anda, vámonos! Nos fuimos las dos a misa y al momento de sentarme dispuesta a oírla, empecé a sentirme mal, y me dije a mi misma: «Lo que sea trae prisa por nacer…». Y Emilia, que se dio cuenta, me preguntó:

—Soledad, ¿estás bien?

—Sí, sí, tú sigue oyendo misa, que yo me voy adelantando.

—¡No!, yo me voy contigo, ¡vámonos!

Al llegar a la casa mi madre empezó a preparar su cama con muchas sábanas de las que tenía más usadas y, por último, puso el famoso muletón de aquellos tiempos, que era un tejido bastante grueso y suave, que se utilizaba para esas ocasiones por su capacidad para absorber y también, después del alumbramiento, como empapador del pipí. Mi madre me contaba que ella se sentía con dolores cada vez más frecuentes, cuando Emilia le preguntó:

—Soledad, ¿tú crees que tendré tiempo de ir a mi casa para echar el arroz?, el caldo ya lo dejé preparado y así, cuando salgan de misa, los hijos y mi marido tengan la comida dispuesta.

Y mi madre, después de haber parido a siete hijos y en aquellas condiciones, esa mujer tan valiente y luchadora, le contestó:

—Sí Emilia, ve, que te da tiempo.

Al momento que salió Emilia, contaba mi madre que se echó en la cama y en dos dolores que le dieron intensos ella empujó con toda su fuerza, y así nací yo.

—¡No me diste más tormento! —me repetía— Me incorporé y te tomé en mis brazos, limpiándote la boquita, y tú llorabas.

—¿Pero por qué dices que nací en un día muy especial? —le volví a preguntar.

—Lo fue porque, como te he dicho, yo me encontraba oyendo la misa y me tuve que salir cuando empecé a encontrarme mal, pero la misa continuó su curso y tu naciste en el momento en el que las campanas de la iglesia empezaron a repicar, que solía ser cuando el sacerdote levantaba la copa para la consagración de la Hostia. ¡Y fue justo en ese instante cuando yo te cogí en mis brazos!

Cuando Emilia, que vivía cerquita, oyó tu llanto, al momento vino corriendo diciéndome:

—¡Pero Soledad, no me digas que ya ha nacido!

—Pues sí, desde el momento que saliste yo ya sabía que así iba a ser.

—¿Pero por qué no me lo dijiste? —replicó Emilia.

—Anda, vamos a proceder a cortarle el cordón umbilical y a lavarla que es lo que importa ahora —contestó mi madre.

—Y así fue tu nacimiento —continuaba mi madre diciéndome— La primera en cogerte en brazos fue tu hermana Paquita y no se le ocurrió otra cosa que llevarte para verte mejor a la luz de una ventana, y tú, al darte la luz de lleno en los ojos, empezaste a parpadear mirando de un lado a otro. Uno de tus hermanos más pequeños, al verte, me preguntó si eras bizca y yo le tranquilizaba diciéndole que no, que a los bebés, al nacer, les molesta la luz en los ojos, pero que no eras bizca. Cuando llegó tu padre, ¡qué alegría sentía cada vez que le nacía un hijo! Los conocidos del pueblo siempre le decían: «¡Anda Juan, otra niña!», contestándoles él: «¡Bienvenida sea!».

Tu padre en aquel tiempo trabajaba en la siembra y cuidados de un campo. Las ganancias no eran muchas, pero como tenía esa forma de ser tan especial quiso festejar tu nacimiento haciendo una comida en la plaza del pueblo para que los más necesitados disfrutaran también ese día.

Recuerdo que a mi madre le cambiaba el semblante cuando me decía:

—Pero naciste en un mal momento en el que yo no te pude ni dar el pecho todo el tiempo que necesitabas tal y como hice con tus hermanos, y, aun así, tú nunca me diste una mala noche.

—¿Y por qué, mama, no me pudiste dar el pecho?

—Pues porque a tu padre le despidieron quitándole el campo que sembraba y yo me vi en la obligación de hacer algo para salir adelante y con la ayuda de un vecino del pueblo entendido en hacer hornos, decidí hacer uno para surtir al pueblo de pan.

Y contaba mi madre que mi padre le decía:

—Pero mujer, si tú no tienes ni la más mínima idea de cómo encender el horno ni de hacer tanta masa para vender el pan.

Pero yo estaba decidida:

—Tú déjame que yo tengo fe y sé que lo haré bien. Lo que sí te pido es que te ocupes de que nunca me falte la leña.

Pero mi madre me contaba que sí que tenía bastante preocupación, y se decía a sí misma: «¡Ay Dios mío!, ¿y si el pan no me sale bien?, ¿y si no viene la gente a comprarme y vamos cada vez a peor?».

Y llegó su primer día, y ella con el consiguiente nerviosismo que tendría, hizo su primera masa, encendió el horno, que parece ser una labor muy especial pues hay que ponerlo a punto para que, cuando los panes se metan dentro, se cuezan en su justa medida y no se quemen. ¡Y contaba con alegría que los panes salieron hermosos y dorados! La gente del pueblo empezó a comprarle el pan. Otras vecinas prefirieron hacer su propia masa, llegando a un acuerdo económico para utilizar el horno.

—Este fue el motivo por el que no pude darte el pecho, —se lamentaba mi madre— ya que el calor del horno me perjudicó e hizo que mi leche se agriara y tú quedaste al cuidado de tu hermana Paquita —que, contaba mi madre, —era un poquito traviesa, pero muy trabajadora, pues desde muy temprana edad me ayudó mucho.

De esta manera fui yo saliendo adelante. Cuando empecé a gatear, me contaba mi hermana, que todo me lo llevaba a la boca. Mezclado en ese todo había excrementos de gallinas que andaban sueltas por allí, y mi pobre madre, atareada como estaba, le preguntaba a mi hermana:

—¿Cuánto tiempo hace que no ha comido la niña? Cuécele un huevecillo—. Y mi hermana se reía contándomelo, porque me decía que el huevo se lo comía ella.

Un día mi madre, al cambiarme el pañal, se dio cuenta de que estaba manchado de sangre. Buscando de dónde podía ser, vio que tenía dos enormes pupas que, con el roce de cogerme en brazos unos y otros, no les daba tiempo a cicatrizar. «Y como tú no te quejabas ni llorabas…» me contaba ella, que ya viendo que no se me curaba me llevó al médico, que, por cierto, tenía fama de ser un buen profesional y muy buena persona.

—Don Diego —que así se llamaba el médico—, te examinó y me recetó una pomada. Pero los días pasaban, hija mía, y tus pupas cada vez iban a peor. Y ya un día como estaba preocupada al ver que seguían sangrando, te llevé de nuevo al médico y le dije:

—Algo tiene que haber para que a mi niña se le curen estas pupas.

Y Don Diego, que sabría que la causa de mis pupas era la falta de alimento, le dijo a mi madre:

—Soledad, te voy a decir una receta y la vas a preparar tú misma. Vas a echar en remojo lentejas, garbanzos, alubias, trigo…, en fin, todos los cereales que tengas. A continuación los pones a cocer y cuando estén cocidos los machacas muy bien, después los pasas por un tamiz o trapito bien limpio haciendo presión sobre las semillas para que suelten todo su jugo y, de ese jarabe, ve dándole cucharaditas.

¡Y contaba mi madre con alegría que al tercer día de tomar el jarabe ya se me empezaron a cicatrizar!