Capítulo 2. Mi infancia. La enfermedad de mi querida hermana María

Tenía yo dos añitos y, deseosos de dar un bienestar a sus hijos, mis padres decidieron trasladarse a vivir a Granada. Los recuerdos que tengo, al ser tan pequeña, no son tan duros como mi madre me contaba que fueron para ellos y para mis hermanos mayores, pues, el traslado con ocho hijos para vivir en una ciudad, tuvo que serlo.

Afortunadamente, tres de ellos enseguida encontraron trabajo. Sus jornales fueron de gran ayuda para salir adelante, ya que mi padre siempre tuvo dificultad en encontrar trabajo y, cuando lo encontraba, en conservarlo, tal vez por su forma de ser, pues él venía de una familia acomodada y siempre había trabajado en tierras que eran propiedad de sus padres. También es verdad que era un poco rebelde, pero como persona, muy cabal, y por lo mismo, no soportaba las injusticias que, según mi madre nos contaba, se producían en aquel tiempo con los jornaleros.

También tenían pendiente lo de encontrar casa donde vivir, pues, por el momento, vivíamos en casa de unos parientes que se habían trasladado a Granada hacía años y ya estaban bien acomodados. Encontrar la vivienda adecuada parece ser que no fue tarea fácil, hasta llegar a un acuerdo que satisficiera a los dos para que vivieran sus hijos, que llegó a deshacer un contrato que hizo mi padre sin que ella hubiese visto la vivienda y el barrio en el que se encontraba, hasta que, por fin, encontraron la adecuada. Eran sólo dos habitaciones con un patio bastante largo en el que había un apartado sin puerta con el inodoro. A este patio tan largo enseguida mi madre le sacó partido. Fue a hablar con el propietario de la casa para que le hiciera otra habitación en él, costándole muchas idas y venidas hasta conseguir que la recibiera. Finalmente su constancia fue premiada y consiguió que le hiciera otra habitación que mi madre utilizó para cocinar y, como era bastante grande, también puso una cama para que mi hermano, que ya empezaba a ser un hombrecillo, durmiera a parte de sus hermanas.

Uno de los recuerdos que tengo es el de ver a mi madre, lloviera o hiciese sol, recorriendo el patio, porque al final se encontraba esta habitación. La recuerdo soplando hasta conseguir encender un pequeño hornillo que funcionaba con carbón. Después salieron al mercado otros que funcionaban con petróleo, y ella también se pudo comprar uno. Todos los gastos de nuestra humilde casa salían del sueldo de mis hermanos, pues mi padre, por el momento, sólo trabajaba echando peonadas cuando lo necesitaban en el campo.

La casa donde vivíamos se encontraba en un barrio granadino llamado El Realejo. Mi madre iba todos los días a llevarles la poca comida que podía preparar a dos de mis hermanas, que trabajaban en la carretera de Jaén en una fábrica de azulejos, donde, cuando tuvo edad, también empezó a trabajar otra de mis hermanas y, un poquito más lejos, en la misma carretera, también se la llevaba a otra hermana y a mi hermano a la fábrica de esparto donde trabajaban.

En esta misma fábrica, pasado un tiempo, mi padre también empezó a trabajar, pero en ella, contaba mi madre, duró poco tiempo, por su forma de ser. Su trabajo consistía en picar piedra lo más menudita posible. Un día se paró a fumar, y pasó el dueño, que siempre estaba vigilando a los jornaleros, y le dijo a mi padre:

—Juan, hay que seguir, y la piedra hay que picarla lo más menuda posible. La está usted dejando demasiado gruesa.

Y mi padre le contestó en voz baja:

—¡Sus sesos tenía yo que picar aquí!

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted? —se volvió el patrón diciendo. Y, al día siguiente, despedido.

Recuerdo que cuando mi padre llegaba y le decía a mi madre que le habían despedido, ella se lamentaba diciendo:

—¡Pero bueno, otra vez! ¿Y por qué ha sido? ¿Qué ha pasado?

—Bueno, bueno, ya está bien de lamentaciones… —Y con el tono que él decía estas palabras, a mi madre le bastaba para que se callara, porque le conocía bien.

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También os tengo que decir que mis padres, con sus pocos recursos económicos, al ser tan especiales como eran, se preocuparon de que todos fuésemos a la escuela, menos mi hermana María que, por razones que no vienen al caso, no pudo ir. Esta hermana, me contaba mi madre que nació muy delicada de salud con una enfermedad que a la edad de su pubertad empezó a dar la cara. Fue entonces que mis padres la llevaron a los médicos y fueron varios los que la vieron, hasta que por fin le diagnosticaron que lo que padecía era reuma en el corazón, y, poco a poco, su corazón se iba saliendo de su sitio.

Por desgracia, en aquél tiempo esta enfermedad no tenía cura. Pero ella, aún con su enfermedad, que la padeció toda su vida, era la primera en levantarse para ir al trabajo.

Era muy limpia, se planchaba hasta las cintas de sus zapatillas. Iba siempre impecable. Además, era ella la que más se preocupaba de que sus dos hermanas más pequeñas estuviésemos bien aseadas, y reñía a mis otras hermanas diciéndoles:

— ¡No os da vergüenza de tener a estas dos pequeñas tan descuidadas!

¡Yo recuerdo esos baños que nos daba, y lo feliz que se sentía al vernos limpias cuando terminaba!

Su enfermedad fue en aumento y para que no se quedara sola cuando mi madre tenía que salir, me quedaba acompañándola. Ella me llamaba «mi San Antoñico». Os voy a explicar por qué: un día mis hermanas mayores dispusieron cortarnos el pelo a las dos más pequeñas, y como guía nos pusieron en la cabeza un tazón de esos tan grandes que entonces había, redondeando nuestro pelo alrededor de él. La imagen de San Antonio se nos muestra con ese corte de pelo. Esta sería la razón por la que mi hermana empezara a llamarme San Antoñico.

También os tengo que decir que ella recurría a mí cuando necesitaba algo. Su enfermedad iba avanzando. Sus encías sangraban, y escupía en unos pañuelos que ella siempre se preocupaba de que estuvieran limpios. Cuando ya no podía me pedía que se los lavara. Ella se ponía a observarme, y yo se los lavaba con un desparpajo, que según ella le decía a mi madre, no era normal por mi corta edad, pues apenas tendría 6 años. Y le decía a mi madre:

—¡Mira, mira, qué limpios los deja!

Yo la recuerdo padeciendo mucho por su enfermedad. Se quedaba con frecuencia como ida… Sería por los dolores, que, según los médicos le explicaban a mi madre, eran tan fuertes que algunas personas que padecían la misma enfermedad no los podían soportar y algunos llegaron a suicidarse. Le costaba respirar. Tampoco se podía acostar. Sentada en el filo de la cama, sin quejarse, se pasaba las noches rodeada de los que compartíamos la misma habitación dormidos.

Así vivió algún tiempo, y cuando veía a mi madre llorar levantaba su cabeza y le decía:

—No llores, pídele a Dios que me muera pronto. —Y yo, siempre a su lado, la miraba sin comprender…

El día que murió, recuerdo que estaba yo acostada junto a mi hermana Paquita, que tuvo que dejar su trabajo porque el polvo del esparto de la fábrica en la que trabajaba le empezó a perjudicar su garganta. Era temprano, las otras hermanas ya se habían ido a su trabajo. Los vecinos en aquel tiempo se ayudaban unos a otros. Yo vi que la vecina Isabel entró en la habitación y empezaron mi madre y ella a asear a mi hermana. Ella ya se encontraba muy mal, y se quejó diciendo:

—¡Dejadme ya por favor! No me mováis más…

Cuando la oí, la miré y vi que se quedó con la mirada fija mirando hacia un cuadro que había en la habitación con la figura de un niño, y a su espalda, la imagen de un ángel que lo protegía. Entonces oí a mi hermana decir:

—Sí, espérame… ya voy…, y dejó de respirar… La vecina Isabel se dio cuenta al momento de que se había ido. Mi madre tardó un poquito y al ver que mi hermana ya no se movía, empezó a llorar desconsoladamente.

Mi hermana dejó de sufrir con 21 años, y su espíritu está en su lugar, o tal vez, ha vuelto a encarnar aquí en la Tierra para seguir con su evolución. Yo lo que sí os puedo decir, es que he sentido su presencia a mi lado durante muchos años, como también os digo, que llegó un momento en el que percibí claramente que me dejaba, porque se tenía que ir a su lugar.