Capítulo 3. Mis recuerdos de la edad escolar

Después de la muerte de mi querida hermana María, empecé a ir al colegio. Otra de mis hermanas, meses mayor que yo, iba ya por clases más avanzadas. Este colegio, situado en la Avenida Cervantes, donde sigue existiendo, se llama Ave María. Deseo que quede en mis memorias la maravillosa labor de su párroco, Don Pedro Manjón, a quien yo recuerdo siempre con la misma sotana, muy brillante de tanto uso. ¡Cuántas hambres nos quitó! Él pedía en las tiendas semillas, de todo lo que le pudieran dar para que «sus niños», como él nos llamaba, comiéramos, y, para que todos pasáramos por el comedor, hacía turnos que él rigurosamente controlaba.

Otras veces hacía este control por sorteo, que consistía en escribir el nombre de cada niño y ponerlo en el interior de una bolsa donde cada uno sacaba un papelito, y si era su nombre, pues a comer otra temporadita. Nosotros nos llevábamos en una bolsa hecha por nuestras madres nuestro plato y la cuchara. ¡Cómo disfrutaba al vernos comer! Cuando hacía buen tiempo, comíamos al aire libre, y cuando llovía, nos metíamos en una clase que era llevada por doña Manuela, que sólo tenía niños. Yo no puedo olvidar su cara de satisfacción cuando nos visitaba durante la comida, y cómo se frotaba las manos mirándonos comer.

Este maravilloso ser no sólo se preocupaba de que tuviéramos el plato caliente, también dispuso llevarnos de excursión, para que viéramos el mar. Se puso en contacto con un hombre que era propietario de un camión. Le hablaría, pienso yo, de la alegría que les daría a los niños llevarlos a conocer el mar, y cómo no, este hombre accedió y se ofreció para llevarnos. Y allá que, por sorteo otra vez, fuimos todos los agraciados en sacar nuestro nombre en el papelito.

El día señalado, en la puerta del colegio subimos al camión, rumbo a Motril, que es la playa más cercana a Granada. Yo, que físicamente nunca he tenido mucha fortaleza, recuerdo que la carretera tenía muchísimas curvas, y todo el trayecto lo pasé mareada y vomitando. ¡Qué mal lo pasé, Dios mío! En aquél camión, sin ninguna estabilidad, ¡cuidando al mismo tiempo de agarrarme donde podía para no caerme! Cuando por fin llegamos a Motril, yo no sabía dónde estaba, me sentía tremendamente mal pero, contagiada por la ilusión de los otros niños, ¡allá que salimos todos corriendo para meter los pies en el agua!

Acompañándonos, además de Don Pedro, también vinieron algunas profesoras, y recuerdo que en un descuido una ola se llevó una de mis sandalias, que eran de esas de goma que entonces calzábamos, y yo, desolada, me acerqué a Don Pedro contándole lo que me había pasado. Y él, cogiéndome de la mano, me dijo «Tú no te preocupes, ven conmigo». Y en la primera tienda de calzado que vio, entramos, preguntó por el dueño, y cuando lo tuvo delante, mostrándole mis pies descalzos, le explicó lo que me había pasado y le dijo:

—¿Usted tendría la bondad de regalarle a esta niña unas sandalias?

Al instante este buen hombre vino con unas. ¡Qué contenta me puse yo cuando me vi con unas sandalias nuevas! Al volver a la playa, me mantuve lejos del agua, para evitar que otra vez me pasara lo mismo.

Cuando llegó la hora de comer nos reunieron a todos y nos iban dando un bocadillo y algunas galletas, también un poco de chocolate, que yo lo comía por primera vez. De lo mal que lo pasé de regreso a Granada no os voy a decir nada, ¡porque ya os lo podéis imaginar!…

Blog - Capítulo 3 - Mi comunión

Unos días antes de hacer mi primera comunión, mientras estaba jugando con mis amigas, que también la hacían, una de ellas dijo:

—Ayer pequé, pero no importa… ¡Me confesaré otra vez y ya está!

Y yo, al oírla, percibí: «Este comportamiento de pecar y no darle importancia amparándose en la confesión no es lo que Dios Padre quiere de nosotros». Y seguí jugando.

Otro día, que era Semana Santa, por mi barrio pasaba una procesión, y sentí necesidad de verla, pues nunca antes había visto ninguna. Recuerdo que me abrí paso entre la gente para poderla ver, pues era muy pequeña. Cuando pasaba la imagen me quedé mirándola. Los pies de las personas que la portaban llamaron mi atención, porque se movían lentamente, llevando esa carga sobre sus hombros. Levanté la mirada para ver la cara de las personas que estaban viendo el paso, y una vez más me sorprendí percibiendo: «Esto no le agrada a Dios Padre». Y salí como pude, abriéndome otra vez paso entre la gente, y me fui para mi casa.

Todas estas cosas que iba percibiendo las vivía y las guardaba en mi interior sin contárselas a nadie, pues era algo natural que formaba parte de mí.

¡Qué recuerdos tan maravillosos! Mi madre era tan ahorradora, que, a pesar de la escasez en la que vivíamos, todos los días teníamos el plato de comida en la mesa. Y es que ella había pasado tanto, que cuando le daban el jornal, ya fuese mi padre por el trabajo que por temporadas tenía, o bien por lo que le daban mis hermanas, siempre conseguía guardar y ni un solo día nos faltó. Y por las noches, sobre todo en las de invierno, recuerdo que hacía una sopa de tomate con boquerones. Eso sí, tenía ella que verlos muy frescos, porque si no lo eran, no los compraba. ¡Esa sopa estaba buenísima! Además, cocía una olla de boniatos y allá que nos sentábamos todos alrededor de la mesa, y como nunca he sido de mucho comer, cuando me parecía, me levantaba de la mesa y salía a la puerta. Uno de esos días, en ese momento, pasaba el vecino, marido de Isabel, que ayudó a mi madre a asear a mi hermana el día que murió. Ellos vivían un poquito más arriba de nuestra casa. Este vecino se llamaba Manuel, y era un hombre muy alto y de carácter muy serio. Todo lo contrario a su mujer que, a pesar de haber tenido una vida llena de escasez y dificultades, nunca le vi ensombrecido su rostro y siempre tenía una sonrisa y buen ánimo para contar anécdotas graciosas. Pues bien, como os iba diciendo, al ver al vecino ese día, le pregunté:

—Manuel, ¿a usted le gustan los boniatos y la sopa? —y él, sorprendido por mi pregunta, me respondió:

—Pues claro que me gustan.

—Pues entre usted y coma, porque yo no quiero más. —Y recuerdo que este hombre, que era tan serio, siguió caminando hacia su casa con una sonrisa.

Recuerdo que, de vez en cuando, en tiempo de matanza mi madre solía ir al pueblo y se quedaba unos días, durante los cuales me quedaba sin colegio para poder hacer la comida que al día siguiente se tenían que llevar mis hermanas al trabajo. Tendría yo siete años más o menos. Ella contaba que el día de su regreso a Granada salían a la Alsina para despedirla todas las que habían sido sus vecinas, pero no llegaban con las manos vacías… Le llevaban alubias, garbanzos, patatas, huesos de espinazo, castañas y algo de matanza. El día que nos avisaba de su llegada a Granada, venía tan cargada que mi hermano tenía que llevar una carretilla para poder traerlo todo a casa. Y la noche de su llegada lo que más disfrutaba yo era cuando sacaba una fiambrera con masa de morcilla que mi madre la ponía a calentar y, sentados alrededor de la mesa, nos poníamos a comer. ¡Qué cosa más buena, Dios mío! Yo nunca he vuelto a comer morcilla como aquella, ni creo que la comeré.

También traía una pelota de manteca blanca embutida en una de las tripas del cerdo, que mi madre colgaba para conservarla. Y cuando hacía cocido sólo con un hueso de espinazo que le ponía, la veía yo que cogía una poquita de esa manteca y la amasaba con sus dedos, dándole forma de bolita, y cuando el cocido empezaba a hervir, la echaba también. ¡Qué caldo más blanco hacía esa manteca, y qué cocido más rico, con tan pocos ingredientes! Mi agradecimiento para todas aquellas buenas personas que tanto bien nos hicieron.

Una mañana, mi hermana y yo, que somos las más pequeñas nos despertamos con los ojos pegados y hasta que mi madre no nos los lavaba con un poco de agua templada, no los podíamos abrir. Así pasamos unos días. Viendo mi madre que no mejorábamos, nos llevó al médico que diagnosticó que teníamos ceguera. Para recibir la cura que necesitábamos, teníamos que ir al Hospital de San Juan de Dios, que nos cogía bastante alejado de donde vivíamos. Y allá que nos encaminábamos las dos para recibir la cura correspondiente… Lo que no recuerdo es los días que tuvimos que ir, pero sí que había bastantes niños con el mismo mal. La enfermera nos iba poniendo en fila, hasta que llegaba nuestro turno para entrar donde estaba el médico que, de una pomada de color violeta, ¡nos echaba un chisquetazo en cada ojo! El mal se llamaba ceguera, ¡pero ciegas del todo quedábamos después! Y allá que teníamos que salir una detrás de la otra agarrándonos a la pared del pasillo del hospital, que era larguísima, hasta dar con la salida que, por cierto, al recibir la luz del sol, ¡aún veíamos menos! Por lo que, de vez en cuando nos teníamos que parar, hasta que poco a poco, la pomada se iba difuminando por el ojo y la visión se aclaraba y ya podíamos llegar hasta la casa sin más problema que el de tener los ojos morados durante un cierto tiempo. Lo positivo de este episodio, que a mí me causa risa cuando lo recuerdo, fue que la ceguera se nos curó.

Continúo con más recuerdos que, por ser tan especiales para mí, os los quiero transmitir. Éste está dedicado a la calle donde vivía y a las personas que la visitaban. El motivo era que, al ser cuesta arriba, con peldaños, ningún vehículo de motor podía circular por ella y además era muy soleada. En aquel tiempo el sol era una fuente de alimento, sobre todo en los inviernos, que en Granada son muy fríos. Recuerdo a dos viejecitos que vivían en casa de alguno de sus hijos, y todos los días soleados, ayudados por algún familiar, se sentaban en el mismo lugar, para recibir los beneficios del sol, que por las caritas que yo recuerdo que tenían, no sólo les calentaba el cuerpo, también sería el mismo calor que calentaba sus estómagos… Allí sentaditos se quedaban hasta que el sol se iba y de nuevo volvía algún familiar para ayudarles a entrar en casa.

Había también un chico, que siempre llegaba con un libro, y, sentándose con su espalda apoyada sobre la pared, se pasaba horas estudiando. Un día, que hablaba mi madre con la del chico, oí que le decía que la ilusión de su hijo era estudiar para ser médico, y ellos se sacrificarían todo lo que pudieran para que lo consiguiera. Y no sólo consiguió terminar su carrera de medicina, sino que siguió estudiando para ser especialista en enfermedades de la piel. Este chico siempre tuvo su consulta en Granada, con fama de ser un buen dermatólogo.

También visitaba mi calle una mujer de mediana edad. Era más bien bajita de estatura y llegaba con tres gallinas pitirras, llamadas así por ser de tamaño más pequeño que las comunes. Al llegar a mi calle las soltaba, y allí empezaban ellas a picotear todo lo que encontraban. Tenían un plumaje muy colorido, la verdad es que eran muy bonitas, y mi madre, que ya tenía una jaula en su patio con conejos y otra con gallinas y un gallo, se empezó a interesar por las pitirras y un día le preguntó a esta mujer dónde podría ella comprar algunos polluelos de esta variedad para criarlos. La mujer le dio la información y al día siguiente mi madre se puso en camino para hacerse de los polluelos. Cuando volvió traía seis pollitos que soltó en el patio, advirtiéndonos que camináramos con precaución para no pisarlos. ¡Qué contenta estaba mi madre criando a estos pitirrillos! De vez en cuando, para que estuvieran bien alimentados, les abría sus piquitos metiéndoles miga de pan remojada y algunos granitos de trigo. Uno de estos días vio que estaban llenos de piojillos. Al día siguiente se lo comunicó a la mujer, y ella le contestó:

—Eso no es nada, es normal que los tengan de pequeñitos. Para que se les quiten les va a untar con Flit, y ya verá como los piojillos desaparecen. —El Flit o DDT se utilizaba en aquél tiempo sobre todo en las colchonetas de las camas para liberarnos de chinches, pulgas…

Inmediatamente mi madre se puso manos a la obra, yo veía que cuando terminaba de untar a un pollito, lo ponía en el suelo y se tambaleaba de un lado a otro. Le pregunté por qué les pasaba esto, pero ella me decía que no era nada, y continuó untándolos. Cuando terminó mi madre se dio cuenta de que los pollitos no mantenían su cabecita levantada y fue en ese momento que se empezó a preocupar. Para ayudarlos por si acaso era frío lo que tenían, se los metió en su pecho para darles calor, pero el remedio fue peor que la enfermedad, pues el olor tan fuerte que tenía el ungüento, más el calor de su pecho, terminó por asfixiarlos… ¡Qué drama para mi madre cuando se los fue sacando y todos estaban muertos! Dos días se los pasó llorando. Al tercer día, mi padre que la vio llorar, le dijo:

—Me cago en…. ¡que no te vea yo llorar un día más! —Y desde aquél día mi madre terminó el duelo por sus pitirrillos.